A inicios del año 1981, en el mes de enero para ser más preciso, llegué a vivir a la linda ciudad de Chimbote, directo y sin escalas a la Urbanización Bellamar. Fue una enorme emoción, anhelaba mucho vivir en esa ciudad porque me fascinaban mucho sus playas y, el mar es uno de mis lugares favoritos para estar. En años previos a este acontecimiento, mis padres solían llevarnos a mí y a mi hermano a pasar las vacaciones de verano a esta linda ciudad, no cabe duda que nos divertíamos hasta el cansancio. Nos hospedabamos en la casa de mi abuelo, en el centro de la ciudad, en el número 460 de la calle Espinar, al lado de la diócesis. Guardo bellos recuerdos de esos días, de su linda casa, de las reuniones familiares, de los paseos al Vivero siempre con mi primo Miguel y Pita; de las bellas personas que conocía y sin duda, de lugares icónicos como la conocida tienda Sihuas, la cevichería de don Pedro, la heladería El Ferrol, la piscina del Vivero, las noches de carnavales con talco, las noches de Roller Boggie en la Plaza de Armas con nuestros patines tratando de emular a los patinadores de la película y comer una deliciosa raspadilla en Sol y Mar, en la esquina de Villavicencio y Espinar, era una delicia.
Bellamar era una urbanización tranquila y silenciosa, el sonido del viento era lo más bullicioso en aquellos tiempos. Se contaban muchas historias de la urbanización, muchas de ellas un tanto desmesuradas, creo que era producto de la imaginación, la gente contaba historias que habían oído de sus abuelos; era la época de la gente creativa, de aquellos que solían crear narraciones diversas para generar alguna emoción en tiempos en que las cosas se tenían que descubrir a través de la lectura o indagando por diversos medios totalmente desprovistos de la rapidez de un ‘click’, bendita privación pero bendecidos con mentes creativas y espontáneas que nos permitían disfrutar experiencias vívidas con sus maravillosas crónicas.
Bellamar estaba ubicado en una zona lejana y apartada del Nuevo Chimbote de aquellos años. Todo a su alrededor era desierto, arenales inmensos llenos de bellas dunas de todo tamaño, exceptuando el bosque de Los Alamos, un lugar también precioso en donde hoy en día muchos han construido fabulosos condominios. Vientos que corrían a gran velocidad e intensidad y traían consigo arenisca la que nos golpeaba en el rostro con fuerza. Mi mente fantaseaba a raudales, la cual solía alimentar con las sensacionales historias de Edgar Allan Poe: La Caída de la Casa Usher, El Pozo y el Péndulo, El Corazón Delator, Los Crímenes de la Rue Morgue, etc., etc., Mi hermano y yo solíamos disputarnos el único libro que teníamos del autor para poder leer alguna de esas historias antes de ir a dormir, es que leer una de esas historias en medio de tan fascinante y emocionante escenario bellamarino, no tenía parangón. Las noches silenciosas, oscuras, estrelladas y con luna llena me llenaban de mucha adrenalina y si, en alguna de esas noches oscuras y silenciosas de los años 80, algún vecino del barrio salía a la puerta de su casa para tomar aire y para contar historias rodeado de jóvenes del barrio, historias sobre viudas negras, almas en pena arrastrando cadenas y entes diversos que deambulaban por las calles y zonas aledañas de la urbanización, yo las creía todas. Tenía la necesidad imperiosa de extra añadir a mis primeros días en dicho lugar, emociones fuertes y electrizantes como las que escribía el gran Poe. Esa fue una de las primeras anécdotas fascinantes de aquella urbanización que, conjuntamente al hecho de conocer gente nueva, ir a una nueva escuela, ver tanta chica linda por doquier, ver vecinos con rutinas muy distintas a las que conocía y ser el ‘new kid in town’ como en la canción de The Eagles, hacían que mi estadía se vislumbrara espléndida y se pintara de muchos colores….¡Todo empezaba espectacular!
Poco a poco fui conociendo a los vecinos y a los que hasta el día de hoy son muy buenos amigos. Salía con mi hermano a caminar y explorar lo que sería nuestro barrio por los próximos años, un lugar que había sido destinado para los hombres del acero y para los valientes hombres del mar. Podía ver a los nuevos vecinos tejiendo o remendando sus redes de pesca en la acera de sus domicilios (algo totalmente inusual para mí). Otros vecinos caminaban por la vereda en dirección al paradero del bus que los llevaría a su trabajo con sus enormes y pesados zapatos con punta de acero, símbolo inequívoco de un trabajador de Sider.
Las casas eran todas similares, sean las de 1 piso o las de 2 pisos, contaban con similar distribución. Las casas con segundo piso, como la mía, contaban con una amplia escalera hecha de una bella madera, la cual rechinaba fuertemente por el uso constante o falta de mantenimiento y delataba el paso lento o acelerado al subir o bajar, de tal forma que, tenía que hacer uso de mis habilidades de salto alto/largo con el fin de pasarla de un solo tramo y así evitar que mi mamá se diera cuenta de que bajaba para escaparme de la casa o que llegaba muy tarde en la noche de alguna reunión. Cada peldaño estaba hecho para soportar el paso del tiempo y hoy en día la madera de esa escalera se cotiza a buen precio porque sirve para fines escultóricos. Si alguno quiere vender, me avisa.
La gente era amable y cálida, nos sonreían, nos saludaban, la tienda de los Estrada en la manzana K fue quizás mi primer contacto con personas, cuyas dos bellas hijas mayores, nos brindaban las primeras sonrisas de bienvenida cada vez que mi madre nos mandaba a hacer alguna compra. Salíamos corriendo a la tienda para verlas cada vez que nos mandaban por azúcar u otro producto. Los vecinos de al lado, Segundo y su esposa Elisa, fueron dos personajes en los que inicialmente nos apoyamos para sentirnos bien recibidos en la urbanización. Algunas noches la pasamos jugando cartas en su comedor hasta altas horas de la noche y alguna vez salimos de pesca a Vesique, aunque sin suerte alguna o aquella vez que tuvimos que subirnos al techo, de madrugada, para evacuar el agua de lluvia que se empozaba en el techo, no había electricidad, mojados totalmente y para colmar la noche, un fuerte temblor. El Niño y sus juegos. Mi mamá también se hizo de la amistad de ellos inmediatamente y fue de gran apoyo para ella. Así lo recuerdo.
Rosa y Angela (R.I.P. querida Angela), fueron dos lindas amigas que nos dieron una cálida bienvenida también. Cada noche salíamos a conversar con ellas a través de la ventana, lo interesante era que el silencio total en la zona era tal que las conversaciones eran muy fluidas, sin interrupciones y el único sonido que nos acompañaba de rato en rato era el cantar de algún búho que daba vueltas por las noches. Algo muy peculiar y de alguna forma ligado a las historias que los vecinos contaban.
Don Manolo Zuñiga era playero como él solo, llegaba del trabajo a la 1 pm, se vestía de playa y nos llevaba a Vesique todos los días de verano, sin faltar un día. Cómo no recordar aquella vez cuando apareció con una plancha de tecnopor enorme, casi del tamaño de una cama queen, la cual llevó a la playa para que todos pudieramos meternos en ella, el cual nos sirvió para navegar, artesanalmente, varias millas de la playa Los Chimus y mezclarnos entre pelicanos, malaguas y otros seres del mar. En esa época éramos todos de color negro.
El barrio, a la entrada de la urbanización, entre las manzanas M, L y K, con sus impetuosos vientos, su gente linda y la abundante arena que los vientos hacían volar de aquí para allá y nos daban un ‘HOLA’ golpeándonos al rostro y metiéndose por los ojos, era un lugar de ensueño.
En medio de tanto impacto visual y siendo apenas un chiquillo de 14 años, estaba siempre a la expectativa de lo nuevo, lo diferente, lo inusual, aquello que despierte mi intelecto y me ponga en estado de alerta, sea para dar un salto de sorpresa como cuando veía lagartijas corriendo de aquí para allá por la sala de la casa o para intentar cerrar la puerta de la casa cada vez que el fuerte viento intentaba cerrarla o para imaginar qué habría más allá de las dunas y cerros de arena que se veían a lo lejos, hoy en día zonas urbanizadas. Tal era mi ambición y mis expectativas que no tardé mucho en notar algo muy peculiar en la urbanización Bellamar, mi barrio.
No había vivido en una casa de dos pisos antes, tampoco había tenido una habitación para mí solo, ni mucho menos con una enorme ventana que, desde que me levantaba, no tan temprano en la mañana porque nunca fui un ‘earlybird’, me permitía ver a varios kilómetros a la distancia la inmensidad de aquel desierto, la arena que resplandecía con la luz del sol, parte de la bahía de Samanco y por último, sentir el aire fresco matinal de aquel y muchos veranos que vendrían más adelante. En algunas oportunidades, cuando el cielo se encontraba totalmente despejado, se lograba ver al este, a lo lejos, la hermosa cumbre del Huascarán, bellos detalles y episodios de aquel paraíso chimbotano en mi querido Bellamar.
La ventana de mi habitación, al igual que la de mi hermano, nos brindaba una vista inmensa del área frente a nosotros, era nuestro faro, nuestro puesto de atalaya, nuestro mirador. Desde ahí teníamos un panorama completo, tanto así que, si hubiese sido zona de guerra, hubiésemos sido francotiradores y aunque no lanzáramos proyectiles, ni granadas o si alguna vez usamos globos con agua por carnavales, ese era el punto de lanzamiento y aunque fallamos siempre o el globo se reventó antes, nos quedó claro que las grandes ventanas eran inequívocamente, puntos estratégicos.
Era la década del 80, algunas la llaman la mejor década de los últimos tiempos, no puedo afirmar eso, pero sin duda aquella década tuvo lo suyo y parte de ello era la forma en que nos comunicábamos para hacer coordinaciones propias de la edad. Desde mi ventana hacia la ventana de los de la manzana K como los Silva, los Zuñiga y los Estrada a unos 100 metros de distancia probablemente, era mediante señas, no nos escuchábamos, pero no era necesario porque las señas eran suficientes y eficaces ¡vaya que teníamos cada seña y nos entendíamos sin cuestionar nada! Si acordábamos reunirnos a las 8 de la noche para escuchar música y conversar, el mensaje quedaba más que claro! ‘A las 8 pm’, ‘¡Trae tu LP de Toto IV!’ ‘Trae tu LP Thriller de Michael Jackson’, ‘Trae tu skaboard’ – todo eso mediante unas pocas señas. Al rato, y después de cenar, ahí estaba yo con mis LPs en la casa de Jhonny para escuchar repetidamente Africa, Rosanna, Beat It, etc. Sin duda, el ser humano no necesita de mucho para vivir bien y para pasarla bien, teníamos mucho por agradecer. Las redes sociales eran inimaginables en aquella época, pero teníamos tan afianzada nuestra red social lo que permitió que bellas amistades se gestaran en aquel tiempo las cuales recuerdo con mucha gratitud y emoción.
Ya había hecho varios amigos en mi nuevo barrio y además de los buenos amigos que empezaban a abundar, también abundaba el pescado. No faltaba un bondadoso vecino que nos regalara un bonito, una cojinova o unas cuantas latas de atún. El ceviche, el pescadito frito o el jugoso eran platos que se comían casi diario. Si llegabas de visita a la hora del almuerzo, te doblabas con el jugoso de tramboyo que preparaba alguna dedicada mamá, experta en comida marina y otros platos que, en minutos, luego de comer, te ponía a dormir de tanto fósforo que absorbías; pero quizás lo más rico y anecdótico, era comerse un pescado salpreso sentado en la vereda de la casa del Midi, con el pez, el ají y el limón en la mano, nada de platos ni cubiertos pero recontra picante, tan picante como el cevichazo que él y mi hermano prepararon un día, le pusieron tanto ají para dársela de machos y al no poder con ella, me fueron a buscar con la fuente de ceviche en brazos para darles una mano y así poder terminar de comerlo para luego terminar zambullendo mi cabeza en agua y así menguar el picante. Cosas de locos y de ceviches.
Los días se hacían intensos y las emociones desbordaban mis expectativas. Yo tenía un skateboard con el que salía por las mañanas o por las tardes a hacer reconocimiento de la zona, en unos cuantos minutos podía explorar toda el área, tanto por las subidas y bajadas de las diferentes calles de la urbanización o por la vía Anchoveta, a toda velocidad, en las mañanas de verano, con el recio viento en contra poniéndome resistencia y a lo lejos ver asomar el hermoso paisaje marino que, en días despejados, tan claramente visible, desprendía su belleza dejando ver parte de la bahía de Samanco y parte del área de la playa El Dorado y del bello cerro Península a pesar de los más de 15 kilómetros de distancia que me separaban de ella, era una vista paradisiaca. Hoy en día, con tanta edificación, es imposible siquiera ver el desierto desde aquel punto.
Como dije antes, todo empezó bien y continuó siendo espléndido. Respecto de las señas y la forma de comunicarnos, hubo una que no fue un lenguaje de señas precisamente, si no, uno que se pronunció de los labios de una de las tantas chicas hermosas que embellecían la urbanización. Era un día de verano lleno de sol radiante, estábamos en el mirador, es decir, en la ventana de una de las habitaciones, haciendo nuestros pininos con la guitarra, muy emocionados y musicales tocábamos los acordes de la canción ‘Show Me The Way’ de ‘Peter Frampton’, de pronto y sin advertirlo, apareció Dina por la casa de la señora Dorita, una linda jovencita del barrio, al parecer venía de la tienda de los Estrada, caminaba a paso ligero, su garbo y belleza eran tan notables que quedamos prendados y sin demora empezamos a lanzarle piropos, ella aceleró un poco el paso algo nerviosa sin detenerse pero al notar la insistencia de ambos en querer llamar su atención de esa forma se detuvo, giró, nos miró y nos dijo: !no saben ni limpiarse el poto y están pensando en mujer! – ella desapareció raudamente y ambos nos echamos a reír a carcajadas para disimular la vergüenza ante una respuesta tan inteligente. La anécdota no pasó a más, nunca fue mencionada sino hasta muchos años después en que nos vimos en mi primera exposición en la Sala de Arte de la Municipalidad Provincial del Santa en Chimbote, le hice recordar los hechos, se echó a reír y a sonrojarse y aunque no pasó de ser algo gracioso, el mensaje claro y contundente que nos lanzó, es sin duda, una frase de la que hay mucho que aprender y ella lo sabía, hoy en día, Dina es una respetable y bella mujer con una hermosa familia y un gran esposo, otro amigo del barrio.
Los días transcurrían y la vista seguía enriqueciéndose y maravillándose con tanto por ver y descubrir. Salir a caminar y cruzarse con un rostro bello de alguna chica del barrio, era algo muy recurrente y llamativo, lo asociaba a la emoción que sentía por todo lo nuevo que venía experimentando, pero no del todo, en realidad, estaba asociado a otro tema. Ya mencioné a Dina, ahora menciono a Angela y Rosa, su hermana; también Rossana, May y su linda hermana Maritza, Paola, Ana María y su hermana May (de la tiendita), al lado de ellas estaba Nella y próxima a ella, Coti, además de, Liliana, Anani y Nancy, su hermana, quienes vivían a un par de cuadras más arriba e igual de bellas. Recuerdo muchos otros rostros, más no recuerdo nombres, pero más aún, recuerdo los rostros de aquellas que, al tener que retornar a Lima, dejé de ver cuando apenas tendrían sus 10 abriles y corrían de aquí para allá jugando a las escondidas, tales como Sadith, Lourdes, Bertha, Esther, Silvia, Conce y sus hermanas, Franca, Gricelda, Tania, Kitty, Laura y varias más, eran rostros que se proyectaban como los más bellos en un futuro muy próximo, y no me equivoco, hoy en día son hermosas mujeres, muy trabajadoras y aguerridas que dan vida y alumbran sus hogares y cada vez que las veo, no puedo más que confirmar lo dicho y la calidad de gente que son. He tenido el privilegio de ser visitado por ellas en mis exposiciones, nos hemos visto en algún momento para comer un rico ceviche, las he visitado en la urbanización y, en todo momento, el trato tan amable que he recibido de su parte, dan cuenta del cariño, el aprecio y la amistad que perduran a pesar del paso del tiempo, porque el tiempo no mata la amistad.
No había mayor singularidad que aquella en mi añorado Bellamar. Si todo era llamativo y sorprendente, este hecho lo era más. El ser humano tiene la necesidad universal de la belleza, porque a partir de ella, el intelecto, el ser completo se emociona, explora, emprende, lo impulsa a conquistar y descubrir el sentido de la vida, a incorporar valores como la verdad, la bondad y la belleza misma, de esa forma se va logrando y construyendo su identidad y encontrando su propio camino. El valor de la belleza en Bellamar estaba dado por personas, cuyas familias honorables y llenas de verdad y bondad, eran ejemplo de vida para todos nosotros los más jóvenes. Sus hechos quedaron grabados en nuestras memorias imperecederamente, nos impactaron, nos mostraron un camino, algunos de ellos ya partieron, otros permanecen aún con nosotros pero sus hechos, sus acciones los vuelven inmortales al dar grandes lecciones de cómo conducirse y de cómo ser mejor persona, por lo que no hay duda de que, hicieron a sus hijos con muchísimo amor.
Con tanta anécdota que contar, es probable que en el tiempo las escriba y describa con mucho más detalle y/o prolijidad. Por el momento, este es un pequeño recorderis de grandiosos momentos en mi querido barrio bellamarino para homenajear lo bueno de su gente y del lugar mismo, y porque en su aniversario 45, debe quedar claro que, quienes dicen que la mujer norteña es la más bella del Perú y se concentra mayormente en Chiclayo, no han visitado nunca Chimbote y mucho menos han estado en Bellamar.